
Hay muchas tradiciones y objetos que se creen que provienen de Japón, esto no es del todo cierto, el arte de los Bonsáis viene de la China y que paso a Japón junto con la religión Taoista, los monjes Taoistas cultivaban estos arboles como objetos de culto ya que se cree que son simbolo de la eternidad, el árbol representa el puente entre lo divino y lo humano, el cielo y la tierra.
El termino Bonsai viene de los caracteres japoneses “盆” Bon: bandeja y “栽” Sai: naturaleza y que originalmente viene del chino “盆栽” pénzai que significa, “盆” pén: bandeja y “栽” zāi: cultivar, es el arte de cultivar plantas y arboles en bandejas reduciendo su tamaño mediante diversas técnicas como el tranpslante, la poda, el alambrado, el pinzado, etc. dando una forma estética y lo mas natural posible, semejando una escena de la naturaleza.
En China se consideraban a los Bonsái como símbolo de estatus social, según la tradición, aquellos que podían conservar un árbol en una maceta tenían asegurada la eternidad, este arte llego a Japón hace unos 700 años donde se perfecciono y evoluciono a lo que actualmente se conoce, en la segunda Guerra Mundial se perdieron muchos de los ejemplares mas antiguos.
LA LEYENDA DE LOS ARBOLES ENANOS
Sólo hay una cosa que no pega bien: que la leyenda es china y los árboles enanos son japoneses. Nadie habla nunca de árboles enanos chinos. Sin embargo, en un libro ingles, de leyendas chinas, hay una que hace referencia a estos árboles. Y que se ha de contar porque es buena y aquí, entre nosotros no creo que sea conocida.
No trato de hacer una traducción literal. El autor del libro ingles W. H. Lake, advierte en el prólogo de sus «Leyendas y cuentos chinos, recogidos por un viajero» que sus versiones inglesas no corresponden exactamente con los originales chinos que ha leído o ha oído contar. Si ya no fue literal la primer a versión, no me hace sentir ningún remordimiento que no lo sea la mía. No todo lo que otros han hecho se puede mejorar, pero ¡es tan divertido pensa r que sí!
Había en China, allá más o menos en el siglo X, un gran emperador, cuyo nombre era tan infinitamente chino que no podía pronunciarse en otro idioma. El autor inglés para distinguirlo de otros personajes de su libro le llamó a He-Tai, que medio en ingles y medio en chino significa algo así como «El Grande».
He-Tai repartía su corazón y su tiempo entre su mujer, sus dos hijos y sus jardines. Su mujer era l a mujer más bella de todo el mundo conocido, sus hijos, los príncipes más amados de su pueblo, y sus jardines, los jardines más famosos. En otras palabras: que He-Tai era dueño de lo mejor de cuanto un hombre puede tener.
Tan grandes eran los jardines que algunos de los quinientos jardineros que trabajaban en ellos no eran conocidos ni del anciano jardinero mayor. El emperador estuvo una vez un día entero cabalgando por los jardines. Y no llegó al límite. Claro que, cabalgó despacito para que toda la corte le pudiera seguir a pie. Sin embargo, al atardecer, bajó de su caballo, se sentó a la sombra de un árbol y se negó a continuar el paseo. Dijo:
-Es bueno que mis jardines sean más grandes que mi tiempo.
Y si la frase que pronunció en aquella ocasión no es literalmente esta, es otra que de todos modos fue repetida y comentada infinitas veces hasta que llegaron guerras y se fue olvidando poco a poco. Parece que el chino que contó esta leyenda al autor del libro no la había olvidado aún. ¡Después de diez siglos!
El emperador sólo deseaba ardientemente una cosa: que le naciera una niña. Tan ardientemente lo deseaba siempre, día tras día y noche tras noche, que la niña nació y enseguida se llamó Pei-Mi.
En aquellos lejanos tiempos los nacimientos de las princesas se celebraban con interminables fiestas. Tan interminables eran a veces que se contaba el caso de una pobrecita princesa que tuvo la desgracia de vivir pocos años y murió mucho antes de que se terminaran las fiestas.
Y de este hecho famoso viene el refrán chino no menos famoso: «Antes de seguir bailando pregunta si ha llegado la muerte».
El emperador mandó llamar a todos los jardineros de sus jardines. El anciano jardinero mayor tardó muchos días en llamarlos a todos. Los reunió en la gran explanada que había detrás del palacio y les dijo:
-El emperador os quiere hablar porque le ha nacido una niña.
A todos les pareció muy bien. Sólo un jardinero, jovencito y aturdido murmuró:
-A mí me nació una hace pocos meses y, nunca se ocurrió hablar al emperador.
La juventud ya en el siglo X, tenia esas salidas que las personas mayores no comprenden.
El emperador salió al balcón posterior de su palacio desde donde se dirigía siempre a sus soldados y a sus servidores. Y el anciano jardinero mayor le hizo una reverencia y le dijo:
-Soy más viejo que tú y cuando los abuelos de los abuelos de mis abuelos ya eran jardineros, los abuelos de los abuelos de tus abuelos no eran todavía emperadores, te lo recuerdo para que te sientas más honrado al dirigirme la palabra.
Se había levantado la brisa del Sur y eran tan grandes las distancias en el jardín que el emperador no se enteró de nada. Ni él ni ninguno de los consejeros que le acompañaban. Pero todos comentaron las palabras del jardinero mayor y todos convinieron en que no podía haber dicho más verdades en menos tiempo. Era costumbre usar este modismo cuando se comentaban palabras ajenas.
El emperador habló y expresó su deseo así:
-Quiero que mis jardineros se muestren complacientes con la princesa Pei-mi y que hagan por ella lo que jamás ha hecho por nadie ningún jardinero del mundo.
Y yo mismo he pensado que esto que ningún jardinero del mundo ha hecho jamás por nadie podría ser un árbol pequeño y perfecto, que reuniera en su pequeñez toda la perfección de los viejos grandes árboles de mi jardín, que ya no crecen, porque ya tienen en ellos toda la perfección que puede alcanzar un vegetal.
Todos los jardineros gritaron:
¡Viva nuestro emperador!
Cantaron todos a la vez algunas canciones populares de los grandes jardines y allí se quedaron, en señal de respeto, hasta cinco horas después de la desaparición del emperador.
Y entonces el anciano se subió a una piedra, que uno de los bisabuelos de sus bisabuelos había colocado en donde estaba, y habló así:
-Hemos de conseguir este árbol para la princesa Peí-Mi.
El jardinero joven y atolondrado que decía siempre lo que pensaba exclamó:
-No hay árboles pequeños. Los árboles todos son altos.
El anciano, que conocía los peligros de dejar hablar demasiado a la juventud, le interrumpió inmediatamente:
-Él emperador quiere un árbol pequeño y perfecto.
Todos, al oír la palabra «emperador» se doblaron en una profunda reverencia. Era la costumbre del pueblo. Y otra costumbre era no hablar nunca del emperador y evitar las reverencias que, de repetirse demasiado, podían producir malestar en los riñones. El jardinero mozo, que aun no había comprendido toda la sabiduría del silencio, puso otra objeción:
-Él árbol irá creciendo todos los días, como todos los días irá creciendo la princesa.
-Él emperador lo quiere pequeño, acabado y perfecto; que ya no pueda crecer más.
El jardinero mozo contestó refiriéndose también al emperador. El anciano dijo algo más del emperador.
Otros jardineros hablaron del emperador. Nunca dejaron de hacer la reverencia protocolaria. Y así, cuando ya a todos les empezaban a doler los riñones, dejaron de hablar y de discutir y se encerraron en sus casitas de caña y empezaron a pensar en la manera de conseguir el árbol pequeño, acabado y perfecto. El que más pensó fue el jardinero mozo que seguía teniendo esa costumbre, a veces buena y a veces mala, de pensar más que los otros.
Este jardinero mozo era nieto del anciano jardinero.
Casi todos los jardineros mozos lo eran. Y los que no lo eran tenían otro abuelo anciano a quien reverenciar. Los abuelos, aunque no sean jardineros mayores, también saben muchas cosas y algunas veces las dicen. Se ha de estar siempre tan cerca de ellos como se pueda, para enterarse de ellas la vez que las dicen.
El anciano jardinero mayor tenía veinte hijos, todos jardineros del emperador y más de doscientos nietos, todos jardineros. El mozo, que ya se había casado y ya tenía una hija, era el más joven de los nietos jardineros.
En China, entonces, era costumbre casarse muy pronto en la vida y empezar muy pronto a pensar que el matrimonio no resuelve ninguno de los problemas interiores del hombre.
El anciano jardinero mayor dijo a sus hijos y a sus nietos:
-Me consideraría recompensado si este árbol pequeño, acabado y perfecto saliese de nuestra familia, Somos muchos jardineros en ella. A ver sí entre todos nosotros...
El mozo desvergonzado, replicó:
-Pues lo que no haga yo...
Todos contemplaron los grandes árboles de los jardines y pensaron. Y así día tras día y noche tras noche.
También pensaban los otros jardineros mientras regaban las plantas del jardín. Y pensaban las mujeres y los hermanos y los amigos de todos ellos. El pensamiento daba vueltecitas por el aire claro del jardín, se cansaba de no resolver nada y se deshacía en una ráfaga de aire.
Y pasó un año, y otro y otro año... Un día, un jardinero se presentó al anciano. Le enseñó un pino pequeño plantado en una macetita, que llevaba en las manos y le dijo:
-Es un pino.
El anciano no le contestó porque ya lo sabía. Observó el arbolito, que se parecía en todo a los grandes pinos de los jardines imperiales y preguntó:
-¿Es acabado y perfecto en todo?
-Todavía no ha dado fruto.
-Esperemos a ver si da. Los árboles acabados y perfectos han de dar fruto.
Esperaron. Esperaron todos los jardineros, todos muy atentos a los movimientos del árbol. Pero el mozo aturdido, en vez de esperar, estaba detrás de su choza, sentado en el suelo, contemplando un arbolito pequeñísimo, que todavía no era acabado ni perfecto, pero que, tal vez, con los años... Ya entonces las cosas buenas sólo se conseguían a través de una larga paciencia. El jardinero mozo todavía no lo sabia.
Unos años después el pino todavía no había fructificado. Y había crecido. Una de sus ramas había crecido y se enderezaba hacia el cielo, donde parece estar la mira de todos los árboles. El anciano jardinero mayor despreció el pino con estas palabras:
-No sirve.
En su rostro inmutable no se reflejaban jamás las emociones de su alma. Y así nadie se enteró de que al decir «no sirve» pensaba: «Me causa una inmensa alegría la inutilidad de este árbol, pues prefiero que el árbol pequeño, acabado y perfecto para la princesa Pei-Mi sea obra de uno de los jardineros de mi familia».
. No nombró a ninguno. De nombrar a uno, por atención les habría nombrado a todos. Eran más de doscientos y habría perdido demasiado tiempo. Necesitaba todo su tiempo para pensar en el árbol de la princesa. Pero sólo tuvo un nombre en los labios: el del nieto mozo aturdido. Creía en él, aunque con las reservas que impone la naturaleza a los ancianos cuando piensan en las posibilidades de la juventud.
Paso otro año y otro año y otro año. Otro jardinero presentó otro árbol. Todos siguieron esperando con la atención fija en el árbol presentado. Y así pasaron más años. Y el árbol, antes de fructificar, creció algunos centímetros. No, no era todavía el árbol pequeño, acabado y perfecto que había pedido el emperador.
El mozo jardinero, que ya era padre de siete hijos, seguía sentado en el suelo detrás de su choza. Estaba sentado ante un arbolíto plantado en una maceta de tierra cocida. Era una especie de pino. Empezaba a parecer un árbol viejo y perfecto, pero su altura no llegaba a los veinte centímetros. Entretanto el anciano y los demás jardineros de los jardines del emperador, seguían esperando y pensando.
Habían pasado ya más de diez años desde que el emperador pidió el árbol. Los jardineros discutían lo que tenían que hacer. Siempre lo discutían delante del anciano jardinero mayor a fin de evitar que se perdiera el fruto de la discusión. No estaban de acuerdo. Como siempre, unos decían que sí y otros decían que no. El anciano les dejaba hablar sin interrumpirles. Era el único jardinero del emperador que lo sabía hacer. Y cuando terminaban, les decía:
-Es posible que tengáis razón los dos. Es posible que sólo la tenga uno. Lo que importa no es tener razón sino crear el árbol pequeño, acabado y perfecto que nos ha pedido el emperador.
Siempre que hablaba así miraba por la ventana, hacia el Oeste. Sabía que hacia allí estaba la choza del mozo aturdido, y sabía que el mozo tenía un árbol pequeñito que iba perfeccionándose con los años. El anciano lo había visto. Un día le había preguntado al mozo:
-¿Y tu árbol?
Y el mozo, sin levantar los ojos de la tierra, de donde nos vienen todos los bienes y todos los males, había contestado:
-Todavía. no.
Había muchos árboles pequeños en el jardín del emperador. Pero ninguno había dejado definitivamente de crecer, ni había adquirido la perfección de los viejos árboles grandes. El anciano los examinaba todos los días. Muy cansado para él, a su edad. Pero la princesita Pei-Mi merecía este sacrificio. El anciano decía a sus jardineros:
--No quiero saber lo que hacéis con los árboles hasta que uno deje dé crecer y tenga la perfección asegurada. Entonces, si ese día llega, el que haya conseguido el árbol nos explicará cómo lo ha hecho.
Un día el anciano jardinero mayor se sintió enfermo. Habían pasado veinte años. El tenia más de cien. Todos sus hijos eran abuelos. Se sintió morir, le pareció bien, llamó a sus hijos, a sus nietos y a sus biznietos y les dijo:
-Me siento morir y no he visto realizada el deseo del emperador. No le digáis que he muerto. Me da vergüenza morir sin haber satisfecho su deseo.
Murió y le enterraron al pie de un ciprés. Las ramas del ciprés se doblaron hacia la tierra. Y todos los cipreses que nacieron de las semillas de aquel ciprés tuvieron las ramas dobladas hacia la tierra. Los jardineros les dieron un nombre, como si fueran cipreses distintos de los otros. Un nombre que todavía se usa. Los nombres, es sabido, duran mucho más que las personas y que las plantas que los llevan.
El emperador no supo nada de la muerte del anciano jardinero mayor. No supo nada del ciprés con las ramas inclinadas hacia la tierra. No supo nada del otro jardinero, ya no tan mozo, que seguía pasando los días sentado en el suelo, detrás de su choza, frente al árbol pequeño que se iba haciendo perfecto año tras año. Los emperadores, en aquellos lejanos tiempos felices, no sabían nada de nada.
Año tras año. Así es como todo se consigue. Un día el jardinero mozo aturdido, que ya no era ni lo uno ni lo otro, acarició su arbolito enano y dijo:
-Ya está.
Habían pasado exactamente cincuenta años desde aquel día en que un emperador había pedido un árbol pequeño, acabado y perfecto para una princesa recién nacida.
El jardinero llamó a los quinientos jardineros de los jardines del emperador y les dijo:
-He aquí el árbol pequeño, acabado y perfecto. Fructifica todos los años como los grandes árboles, y no crece.
Todos a la vez le preguntaron el secreto. ¿Cómo había conseguido detener el crecimiento de un árbol sin haberle detenido la perfección? Ellos no lo habían sabido hacer. Eran todos humildes y lo confesaron.
--Nosotros no lo hemos sabido hacer.
Y pasaron dos días en silencio, alrededor del árbol, esperando que el jardinero les explicara el secreto. Todos sabían que lo explicaría porque así lo había anunciado el anciano jardinero mayor antes de morir.
--Sí; todos conoceréis mi secreto. Pero antes quiero presentar mi obra al emperador.
Tomó el arbolito en brazos y se dirigió al palacio. Los quinientos jardineros le seguían. Uno de los soldados que estaban de guardia ante la puerta, les preguntó:
--¿Quiénes sois?
Somos los jardineros de los jardines del emperador.
-¿Todos?
-Todos.
El soldado escupió y dijo a otro soldado que se había acercado a satisfacer su curiosidad:
--Nunca hubiese pensado que fuesen tantos. ¡La paliza que les daría yo!
Los soldados hablan así y siempre están amenazando con dar palizas a todo el mundo, hasta a los jardineros, que son la gente más inofensiva. Satisfecho de su bravata, el soldado preguntó:
-¿De qué emperador?
Los jardineros tienen los ojos más abiertos que la inteligencia. Es una de sus deformaciones profesionales. Les costó un gran esfuerzo advertir la relación tan clara entre la entre la pregunta del guardia y lo que ellos habían dicho antes. La advirtió el creador del árbol pequeño. acabado y perfecto y contestó:
--De nuestro emperador; del emperador de la China.
El soldado escupió otra vez, se froto las narices con el revés de la mano y preguntó:
-- ¿Estáis locos todos o sólo tú?
Y así estuvieron tres días, hasta que los jardineros supieron que el último emperador había muerto diez años antes, que sus dos hijos estaban en guerra, que aun no había terminado la guerra y nadie sabía quien era el verdadero emperador, y que allí, en el palacio, sólo vivía la princesa, hija del viejo emperador, que administraba el país y la justicia mientras sus dos hermanos luchaban para impedir la partición del trono.
Nada habían sabido de los últimos sucesos, porque desde que el emperador les pidió el árbol pequeño, acabado y perfecto, no habían tenido tiempo ni de pensar en otra cosa ni de darse cuenta de nada de cuanto sucedía en el mundo. Pero ellos habían cumplido su misión y habían conseguido el árbol para la princesa Peí-Mi.
-He aquí el árbol que el emperador nos pidió para su hija la princesa.
--La princesa, desde que enviudó, hace cinco años, no sale de sus habitaciones.
-Este árbol es para ella.
Así estuvieron otros tres días, Hasta que todo el mundo en el palacio se enteró de que los quinientos jardineros del jardín habían traído un árbol pequeño, acabado y perfecto para la princesa Pei-Mi. Hasta la princesa, que estaba encerrada en su habitación entregada como siempre a su desconsuelo, se enteró de que los jardineros le traían un árbol. La noticia no la impresionó porque nunca había sabido que su padre hubiese pedido un árbol para ella. Ya le empezaba a pesar el desconsuelo y aprovechó la ocasión para salir de sus habitaciones. Dijo:
-Les recibiré en el gran salón del trono.
Les recibió dos meses después. No se celebraban recepciones en palacio desde la muerte del emperador y los maestros de ceremonias necesitaron este tiempo para ponerse de acuerdo en todos los detalles. Y un día la princesa, envejecida ya por los años y por la pesadumbre, recibió a los quinientos jardineros y vio cómo uno de ellos, que iba ya camino de la ancianidad, seguido de sus hijos y de sus nietos; avanzaba hasta el trono con un arbolito en brazos. Y oyó las palabras que brotaron de la boca del jardinero:
--Ahí tienes el árbol pequeño, acabado y perfecto que el emperador tu padre nos encargo para ti el mismo día de tu nacimiento.
La princesa se sorprendió. Las palabras de sus vasallos la sorprendían siempre. Creía que lo más natural era que los vasallos no se atrevieran a hablar delante de los príncipes. Si ella hubiese tenido que hacer el mundo, lo habría llenado de vasallos mudos. Pero ella ya lo encontró hecho y no tuvo más remedio que aceptarlo con todos sus defectos, según aconseja Confucio en su doctrina. La princesa advirtió en seguida que también el significado de las palabras del jardinero era sorprendente. Y preguntó:
-¿Mi padre encargó un árbol para mí?
-Sí; este.
-¿Cómo habéis tardado tanto? ¿Acaso no habéis sido todos vasallos fieles de mi padre?
-Es que...
El jardinero había perdido su antigua facilidad de palabra. La princesa montó en cólera por la tardanza de los quinientos jardineros, llamó a su ministro de justicia y le ordenó que les cortaran la cabeza a todos. El ministro de justicia había visto muchas cosas y estaba curtido.
Comprendió en seguida que la decapitación de los jardineros constituiría, sin duda, uno de los hechos más, notables.de la historia de su país, y la quiso organizar bien. Dijo:
-Sólo contamos con tres verdugos profesionales. Los tres son viejos y ninguno de ellos será capaz de decapitar a más de veinte personas por día. Necesito, al menos, una semana.
La princesa sabía que no habría ningún asunto urgente en palacio hasta que uno de sus dos hermanos hubiese vencido al otro, y contestó:
-Aunque sean dos.
Fue una y tres días. Ni una ni dos. Los jardineros murieron todos, uno después de otro, rodeados de sus hijos y de sus nietos los que los tenían; los más jovencitos acompañados de tan poca gente que ni a rodearlos llegaba.
Con ellos murió mucho saber. Y con el jardinero que había conseguido el árbol pequeño, acabado y perfecto murió el secreto de su obra.
No murió del todo, El jardinero tenia un hijo y un nieto que no eran jardineros y que no fueron decapitados.
También ellos habían visto trabajar a su padre. Y ellos fueron los continuadores de la obra de los árboles enanos. Pero ellos no estaban atados por ningún compromiso y jamás revelaron el secreto a nadie.
Después, cuando ya habían caído las cabezas de todos los jardineros, la princesa Pei-Mi concedió toda su atención al árbol pequeño, acabado y perfecto, le gustó mucho y exclamó:
-Es el arbolito más bello que he visto jamás.
Preguntó muchas cosas acerca del arbolito y nadie le contestó ninguna porque todos los que las podían contestar estaban ya decapitados. Ni siquiera supo la princesa que el arbolito tenía cincuenta años, como los tenía ella.
Ni habría servido de nada que se lo dijeran, porque ella sólo confesaba treinta y nueve.
BONSAI CREAR Y CUIDAR

