Ahora entiendo que soy un producto de la historia
de cada familia mía, de algunas más que de otra.
Al final de todas maneras son sólo cuatro hilos
Enredados que se rozan uno en contra del otro,
y que en este juego de unión y roce
hacen de mí la que soy.
Para decir la verdad no soy solamente el producto
de estas cuatro historias: estoy influenciada
también por otra historia, la historia de qué
significa ser aquella adoptada, la elegida,
la extraña acogida en la familia
(Homes, 2007, p.199)
LOS DESAFÍOS EVOLUTIVOS DE LA
FAMILIA ADOPTIVA1
ANTONIO D’ANDREA *
Accademia di Psicoterapia della famiglia de Roma, Italia
RESUMEN El artículo analiza el proceso de adopción desde dos perspectivas: por un lado aquel
sistémico – relacional, subrayando la importancia y la especificidad de los diversos
sistemas involucrados, estando concientes que el éxito de una adopción depende
también de la capacidad de armonizar las diversas competencias profesionales. La
segunda perspectiva es aquella de los procesos evolutivos familiares: en específico el
trabajo se detiene a analizar el ciclo vital de la familia adoptiva, poniendo en evidencia
la peculiaridad de sus eventos críticos, leídos ya sea en una clave evolutiva que crítica.
Conocer los factores de riesgo y de protección pone la pareja en una condición de mayor
conciencia para enfrentar este viaje para construir familia.
Ser adoptada significa ser adaptada,
ser amputada y después vuelta a coser.
Aunque te recuperes,
la cicatriz quedará siempre
(Homes, 2007, p. 55)
El proceso adoptivo: la perspectiva sistémico-relacional
En las diferentes fases del proceso adoptivo intervienen, con funciones y competencias
distintas, por un lado jueces del tribunal, asistentes sociales y psicólogos
de los servicios socio-sanitarios y operadores de los servicios autorizados y por el
otro las familias adoptantes, hijos, familias de nacimiento y países de origen de
los niños. Es obligación, por ende, preguntarse si a la base de esta operatividad
exista una idea, un principio unificador e integrador o si las diferentes intervenciones
estén desconectadas entre ellas.
Me parece que sea también necesario preguntarse si, a pesar de partir de una
idea de referencia compartida, en la realidad se insinúen dificultades, desconfianzas
o intereses que traicionen el principio inicial. A pesar que esta consideración
pueda parecer paradojal y provocativa, la idea que la sostiene se basa en:
La complejidad de los diversos sistemas involucrados en el proceso de adopción
con su historia, su organización y los diferentes referentes culturales.
La necesidad de una constante evaluación respecto de la funcionalidad operativa,
a la luz de los cambios en ámbito adoptivo;
“La pregunta respecto a los posibles factores de riesgo o de protección que
contribuyen al logro o al fracaso de una adopción” (D’Andrea y Gleijeses,
2000, pp. 61-68).
El intento de enfrentar estas tres cuestiones, obviamente, no puede prescindir
del considerar lo que ha sucedido por lo menos en los últimos 25-30 años en el
campo de la adopción. Es importante entonces preguntarse si la cultura producida
por los servicios y por las instituciones ha promovido la puesta en común y
la integración de un “saber” y los conocimientos han beneficiado las familias
adoptivas o si cada “saber” quedó aislado, atrapado en su propio corral.
Esta segunda reflexión, también un poco provocativa, nace de la convicción, seguramente
a nivel de principio compartida por todos, que la adopción no es una
cuestión privada sino un tema de gran relevancia social, lo que implica que, para
que se produzcan cambios significativos, se necesita del compromiso de todos
los sujetos involucrados.
En realidad, sólo desde hace poco se toman iniciativas sociales y se desarrollan
campañas públicas de sensibilización para promover una “cultura adoptiva”,
que estimule el conocimiento de la realidad adoptiva en sus diversos aspectos,
especialmente en referencia a la confrontación con la diversidad.
Por ejemplo se habla todavía poco de la esterilidad y en especial de aquella
masculina, a pesar que el 90% de las parejas que adoptan son biológicamente
estériles. También, por ejemplo, como principio, todos o muchos están de
acuerdo en la importancia que se atribuye a la familia de origen del hijo adoptado,
a su historia, a su cultura. En la realidad esta afirmación encuentra todavía
muchas resistencias, como también encuentra resistencia el derecho, otorgado
por ley, del hijo adoptado a la búsqueda de sus orígenes cuando cumpla 25
años.
Lamentablemente, hasta hace poco tiempo atrás, los medios de comunicación se
ocupaban de adopción sólo en relación a sucesos de crónica (que frecuentemente
ponían bajo una luz sombría el instituto de la adopción) o para focalizar la
atención en los procedimientos para adoptar (cuáles documentos son necesarios,
cuánto cuesta adoptar, cuáles son los tiempos, cuáles las agencias que hay
que elegir etc.). Seguramente son aspectos importantes que ayudan a comprender
“cómo se hace”, pero el exceso de atención respecto a estos aspectos ha
puesto frecuentemente los operadores en dificultad cuando tengan que sensibilizar
la pareja adoptante respecto a temas tan importantes como son las motivaciones
de la elección adoptiva, la “buena salud” de la pareja, sus expectativas y
dudas, los prejuicios respecto a la adopción, etc. De hecho estos son temas que
ayudan a comprender “qué cosa se está haciendo” y permiten a la pareja realizar
una elección más consciente y responsable.
Respecto a la adopción estamos hoy asistiendo a una fase caracterizada por una
mayor consciencia y sensibilidad, por un conocimiento que requiere salir desde
los propios límites culturales e institucionales para ser confrontado y compartido,
por una realidad que está cambiando y que pone nuevos interrogativos: por
ejemplo ha aumentado el número de niños mayores para adopción o, por otro
lado, ya no existe un solo modelo familiar sino muchos maneras de ser familia.
Son nuevos desafíos que no pueden encontrar desprevenidos los diversos sistemas
involucrados en el proceso adoptivo.
Los sistemas involucrados2
Describiremos ahora los diversos protagonistas que entran en juego en el proceso
adoptivo: los Jueces del Tribunal de Menores, los Operadores socio- sanitarios,
el Niño, las Agencias autorizadas, la Pareja adoptiva. El compromiso de los
operadores que conforman estos sistemas en crear y mantener un contexto
constructivo de revisión y colaboración recíprocas, representa una gran oportunidad
para valorar e integrar las diferentes competencias y contribuir positivamente
a un éxito positivo de la adopción.
1. Los Jueces del Tribunal de Menores.
Los jueces del Tribunal de Menores, que se ocupan de adopción, han desarrollado
en el tiempo una competencia y una sensibilidad que los ha llevado a buscar
una mediación entre la propia cultura de pertenencia, frecuentemente asociada
con el ejercicio del poder; su rol, muchas veces considerado más arriba que las
partes; su lenguaje, frecuentemente caracterizado por el mandato legislativo de
juzgar, evaluar, seleccionar y investigar con las culturas, los roles, los lenguajes
de las diferentes instituciones con al cuales colaboran.
Los Jueces han pasado de esta forma desde “el encuentro de poder” a la experimentación
de la productividad del “poder del encuentro” con el juez honora-
rio, con los operadores de los servicios socio-sanitarios, con las parejas adoptantes,
con el niño y con las familias adoptivas.
En este último periodo las modificaciones a la ley de adopción3 (2003) han puesto
los jueces en el enésimo desafío de cambio. El nuevo texto de ley, de hecho,
contiene un principio innovador: por bien nueve veces se afirma que el juez tiene
que escuchar el niño “dependiendo de su capacidad de discernimiento”. La
novedad sustancial es que se pasó de la antigua norma, que dejaba al juez la
discrecionalidad de escuchar al niño, a la nueva, en la cual el niño tiene que ser
oído en relación a las cuestiones que le conciernen. No es secundario subrayar
que el niño comunica de muchas formas: desde su comportamiento no verbal,
desde el dibujo, desde sus silencios hasta lo que es más adecuado para los adultos,
el lenguaje verbal como tal. Es por ende necesario que los adultos hagan un
esfuerzo para poder comprender los diversos modos en los cuales los niños comunican,
para poder acogerlos y escucharlos. Por un lado, entonces, se afirma el
derecho del niño a ser escuchado, por el otro se estimula el juez a encontrar un
lenguaje y una manera idónea para encontrar el niño, para involucrarlo en las
elecciones importantes que conciernen su vida (Cavallo, 1999).
Es necesario, como ha afirmado reiterativamente el juez Carlo Alfredo Moro
(1994), que los derechos de los niños no sólo sean afirmados, sino también disfrutados.
Es tarea de los adultos permitir que estas oportunidades se realicen
concretamente.
Creo no sea inútil subrayar la importancia que ha tenido en estos últimos años
la recíproca colaboración entre el juez togado y el juez honorario ya que representa
un ejemplo de intercambio experiencial y profesional que ha producido
un enriquecimiento al conocimientos recíproco, en beneficio del niño y que corre
el riesgo, a la luz de ocasionales propuestas normativas, de desaparecer.
3 La ley nº 149/2001 que modifica la nº 184/83 (Ley de adopción, 2003).
2. Los Operadores Socio-Sanitarios
Por lo que concierne los operadores socio-sanitarios, en la fase pre-adoptiva el
asistente social o el psicólogo intervienen bajo mandato del Tribunal.
En el pasado muchas veces este procedimiento ha inducido varios operadores a
asumir una actitud pasiva, actuando como simples ejecutores de un mandato
proveniente de una institución externa, siendo vividos por la pareja de una manera
persecutoria (Bal Filoramo, 1996; Maughan y Pickles, 1990). Frecuentemente
el único interlocutor parecía ser el tribunal al cual eran enviados los informes,
pareciendo por ende las intervenciones poco coordinadas entre las distintas instituciones.
Por consecuencia, la praxis operativa era caracterizada por un sentido
de descalificación y falta de reconocimiento de las actividades desarrolladas (los
operadores se preguntaban: “¿Los informes serán leídos?, ¿Serán considerados
útiles por los objetivos de la combinación del niño con la pareja adoptante?,
¿Serán considerados exhaustivos?”), y de desmotivación profesional. En general
la búsqueda de formación respecto a la especificidad de la temática adoptiva
partía de una iniciativa individual, de la necesidad de responder a dudas como,
por ejemplo, ¿existe una opinión compartida respecto a los criterios que se consideren
válidos para decidir respecto a la idoneidad de una pareja?
A través del tiempo los operadores socio-sanitarios han construido gradualmente
una profesionalidad que, considerando las peticiones de la ley, les permitiera
desarrollar una competencia útil a la pareja en el tramite pre-adoptivo (Castelnuovo,
1991). Las entrevistas de consulta han así perdido el carácter prevalente
de “selección, evaluación y juicio sobre la pareja”, para volverse encuentros de
maduración para una elección consciente y responsable.
Paralelamente a la solicitud del Tribunal, con el cual se han abierto nuevos espacios
de confrontación, los Operadores han basado sus intervenciones en la perspectiva
de la “relación de ayuda”.
El encuentro se ha así transformado en un contexto en el cual acoger “la pareja
real”, reconocerle capacidades y límites, recorrer los eventos más significativos
de la historia familiar. Se ha creado por ende un lugar en el cual expresar las expectativas,
las motivaciones personales y de pareja, las dudas, los miedos, en el
cual elaborar el sufrimiento de la esterilidad, conocer los diversos aspectos de la
adopción y, en especial, las necesidades de un hijo adoptado. Es el comienzo de
un recorrido de maduración, adentro del cual la elección de parentalidad se encuentra
con el deseo auténtico de cuidar un hijo.
Este rol más propositivo de los operadores ha modificado el contexto de encuentro
y las parejas se muestran “menos enmascaradas” y más colaboradoras.
Conscientes que no se está buscando padres perfectos, motivados por una relación
basada en el encuentro y no en el juicio, las parejas se han vuelto más
flexibles en las expectativas y buscan el apoyo de los operadores también después
de la llegada del hijo.
La formación de los operadores ya no se deja a la libre iniciativa sino que es el
fruto de proyectos institucionales que tienden a permitir adquirir una profesionalidad
competente, que sea de apoyo a la familia adoptiva en las diversas fases
de su historia.
Es igualmente importante subrayar el clima de colaboración que existe hoy en
día, más que en el pasado, entre asistentes sociales y psicólogos. Dos competencias,
diferentes pero ambas irremplazables, que, en el respeto de cada identidad
profesional, han encontrado en la praxis operativa el modo para armonizar y valorar
las propias especificidades profesionales.
En un contexto de formación de los Operadores es, de todas maneras, necesario
poner en evidencia algunos aspectos que, si subestimados, pueden influenciar
negativamente el encuentro con la pareja y representar una fuente de riesgo
para la futura familia adoptiva.
a) Los modelos internos y las convicciones de los Operadores
Cada operador es hijo/a, es o podría ser padre y madre: es una persona.
Los modelos de referencia, las convicciones y también los prejuicios, que todos
tenemos, influencian el setting de encuentro con la familia adoptante. Es nece
sario que estos modelos y convicciones, objetos de elaboración en los diversos
contextos de formación, no impidan al operador encontrar y acoger la pareja
real que tienen de frente. Esta actitud permite además al operador construir
una relación de ayuda y tener una posición empática con la pareja sin enjuiciarla.
b) El daño del niño
Todo operador sabe que cada niño adoptado es sometido a un daño relacionado
con el abandono y/o la pérdida de sus lazos primarios (Bowlby, 1989); la
adopción, respecto a esta herida originaria, no puede que tener una función de
reparación. Las informaciones que se tienen sobre “las nuevas adopciones” nos
autorizan a creer que más edad tiene el niño, mayores pueden haber sido las
experiencias negativas que el chico ha vivido en el tiempo pre-adoptivo.
Puede existir el riesgo que el operador pueda estar condicionado por el daño
subido por el niño y buscar en la pareja adoptante unos padres perfecto “en
condición de reparar ese daño”.
Una pareja que recoja sólo este aspecto desde el encuentro con los operadores,
“se condena” a ser perfecta y no equivocarse nunca. Pensando que esta sea la
actitud correcta para adoptar un hijo, buscará confirmaciones de su propio quehacer
de padres en el comportamiento del hijo. Se corre así el riesgo de determinar
una espiral infinita y sin salida en la que todos, desde el operador, a la
pareja, al hijo, tienen que responder a expectativas de perfección e infalibilidad.
Si además el hijo adoptado también se siente bajo esas mismas presiones y expectativas
por partes de los padres (y no podría ser de otra forma), podría sentirse
obligado a no desilusionarlos por temor de un nuevo abandono.
Es importante por ende que los operadores no se dejen “seducir” por el daño
del niño, para evitar proyectar en las parejas que encuentren expectativas de
compensación y de reparación.
c) La importancia de la formación
La formación personal y el trabajo en grupo ayudan seguramente a evitar el
“síndrome del operador omnipotente”, aquel según el cual el operador, enganchado
por su narcisismo, piensa que es a partir de su intervención, de su informe
positivo de idoneidad, que la pareja podrá adoptar un hijo. ¡No es una fantasía
paranoica! Cada uno de nosotros tiene fantasías y prejuicios: solamente una
buena formación personal y la confrontación cotidiana con los colegas nos puede
cuidar de cometer semejantes errores.
En ese sentido, por ejemplo, es necesario verificar y analizar si los operadores
tienen prejuicios respecto a las personas biológicamente estériles, en relación a
sus capacidades de cuidado. Un operador que se ha confrontado con su narcisismo
y con el ejercicio del poder en el ámbito profesional corre menos riesgos
de aquel que no tiene ningún tipo de formación. Un operador acostumbrado a
trabajar solo, a no confrontar nunca sus ideas con los demás, puede ser miope
en el encuentro con la pareja y no darse cuenta de los recursos y potencialidades
de esta última.
3. Los hijos adoptados
Todos los niños nacen con la promesa que dos adultos, sus padres, los cuidaran.
Pero en el caso de algunos de estos niños la promesa no se mantiene. Son niños
que, en la lógica simple e infantil, se sienten engañados y traicionados por los
llamados “grandes”. Son niños que pierden el estatus afectivos y social de hijos
para entrar en la dimensión temporal de espera (D’Andrea, 2000). Un niño que
es sometido a la experiencia de abandono y/o de la separación de su familia natural
y que vive en espera de una nueva familia, tiene los puentes cortados con
su pasado, con su historia y con las personas que estaban presentes en su vida.
Por cuanto nos esforcemos, justamente, de acortar lo más posible los tiempos de
espera y de hacerlos menos dolorosos, (volviendo más estimulantes y afectuosos
los contextos en los cuales el niño vive la espera de ser adoptado) él pierde temporáneamente
su condición de hijo. De hecho las personas que lo cuidan (por
ejemplo en casas familias y/o familias cuidadoras en lugar de los institutos des
personalizados) no podrán sentirlo como hijo propio y el niño no podrá, a pesar
de construir un vínculo con ellos, sentirlos como sus padres. La profundidad de
este sufrimiento:
Puede dar lugar a lazos que son tanto más intensos y enmarañados cuanto menos
han permitido al niño adquirir la confianza en sí mismo y una identidad separada,
ya que lo obligan a una continua verificación de sus pertenencias y de su aceptación
por parte de aquellos de los cuales depende (Dell’Antonio, 1994, p. 10).
Los lugares en los cuales viven estos niños se pueden transformar en lugares sin
tiempo, una especie de limbo, ya que el único lugar en el cual se vive un tiempo
de crecimiento es aquel que se experimenta adentro de una relación estable y
significativa, con figuras de referencia disponibles en los momentos de necesidad.
Durante el tiempo pre-adoptivo el niño, a pesar de no perder su deseo de vida,
cultiva una serie de sentimientos, emociones, curiosidades, dudas, miedos y expectativas
que conciernen no sólo el pasado (¿Qué ha pasado?, ¿Y por qué?) y
su condición presente, pero también el futuro inmediato (¿Qué pasará conmigo?).
Estos sentimientos y curiosidades tienen que encontrar un contexto relacional
de contención y de respuesta, para evitar que el niño tenga que enfrentarlos
solo. Ofrecer al niño la oportunidad de elaborar la experiencia pasada
significa “reconstruir” aquel puente de confianza con los adultos que se había
quebrado con el abandono. Los padres adoptivos tienen la función de saldar los
hilos del pasado con aquellos del presente “insertando el hijo adoptado en su
propia red parental, haciendo que se vuelva el continuador de su propia historia
familiar” (Bramanti y Rosnati, 1998, p. 20). Permitir que el niño pueda vivir, al
interior de una relación, también sus sentimientos negativos (¡un niño desilusionado
y engañado se enoja!) significa ofrecer una contención a su angustia y
atenuar sus sentimientos de culpa por lo que sucedió, ya que el niño muchas veces
se siente responsable de su abandono.
Primero los operadores que se ocupan del niño y después los padres adoptivos,
tienen la gran responsabilidad antes que todo de no descalificar, negar el sufri
miento, diciéndole por ejemplo: “no te preocupes, no pienses más en eso, vas a
ver que ahora con nosotros todo estará bien...”, si no de acogerlo y enfrentarlo
juntos. Esta es la primera señal que permitirá que el niño pueda confiar en los
adultos que lo rodean, consciente que las riquezas de lo que es poseedor como
el nombre, el cuerpo, la historia y la cultura de origen serán adoptadas junto
con él. Son las primeras bases para la construcción de su identidad.
De otra manera todo aquello que el niño ha experimentado antes de la adopción
podrá ser vivido de manera negativa y persecutoria y él podrá sentirse como
un rehén entre la familia que lo hizo nacer y aquella que lo ha adoptado,
entre el tiempo pre-adoptivo y el sucesivo a la adopción. Tal difícil posición
podrá ser superada por la disponibilidad de los adultos de confrontarse, de manera
constructiva e integradora, con la vida global del niño.
La libertad de esta confrontación permitirá al niño no quedar atrapado en áreas
secretas, en silencios incómodos, en rígidos vínculos de lealtad hacia los padres
adoptivos que lo podrían llevar a pensar: “no puedo hablar de cosas que les
duelen, después de todo lo que han hecho por mi...”. Una relación basada en la
libertad de diálogo y sobre respeto, representa el mensaje educativo más grande
entre padres e hijos.
4. La pareja adoptante
Si la adopción es una confrontación respecto a la diversidad, entonces la pareja
adoptante tiene que ser ayudada en confrontarse con su diversidad: la esterilidad
biológica (D’Andrea, 1999). Ya que el 90% de las parejas que adoptan tiene
este problema, hay que sostener un proceso de elaboración y aceptación de esta
pérdida, antes de declarar la idoneidad para adoptar. Esto evitará que la adopción
y, en especial, el hijo adoptado se ocupe para “reparar”, compensar el daño
subido por la pareja y ayudará en permitir que nazca el deseo y no la necesidad
del hijo (Farri Monaco y Peila Castellani, 1994).
Desear un hijo, desear cuidar un hijo nacido de otros, quiere decir invertir respecto
a los propios recursos individuales, de pareja e intergeneracionales.
LOS DESAFÍOS EVOLUTIVOS DE LA FAMILIA ADOPTIVA
El doble viaje de la adopción frecuentemente empieza por una desilusión doble:
por una parte un niño que pierde los lazos con su familia de nacimiento y por
otra una pareja que no puede tener un hijo. Desde el potencial riesgo de la
muerte del deseo de un hijo y de la angustia de no tener más padres, nace un
proyecto de amor, que llevará una pareja y un niño a transformarse en una familia.
Para realizar este proyecto es necesario que todas las personas y los sistemas involucrados
enfrenten, sin evitarlo, el encuentro de los dos sufrimientos. La pareja
adoptiva está llamada a madurar una actitud adaptativa y flexible para no
quedar vinculada a expectativas rígidas y a sueños imposibles. Es necesario no
tener expectativas idealizadas en relación al hijo que irán a acoger, confrontarse
con el niño real, cuidar de él y de sus heridas. Hay que ayudar a estas parejas a
no pretender que el hijo se adapte inmediatamente a la nueva realidad familiar
y social, a no agrandar las dificultades propias de cada relación, a estar disponible
en relación a la historia y a las personas del pasado, sin alimentar inútiles y
dañinas contraposiciones entre familia buena/mala, abandonadora /acogedora,
pobre/rica, en alimentar la curiosidad del hijo para encontrar juntos las respuestas
posibles.
En el campo de las relaciones afectivas se contraponen dos tipos de culturas: la
primera está marcada por la acogida y la integración; la segunda se basa en el
rechazo, en la evitación, en el silencio. En la experiencia adoptiva si la pareja
habrá sabido acoger su propio sufrimiento se encontrará en una condición favorable
para acoger el hijo y sus emociones, para sostenerlo y enfrentar los desafíos
de la vida.
La adopción además se caracteriza como una experiencia de un “don” recíproco:
la pareja ofrece al niño una familia, pero el niño también, con su llegada
permite a la pareja de transformarse en padres. Es importante subrayar la gratuidad
de este intercambio de dones, pero también la diferente responsabilidad
de los adultos hacia los niños, para evitar el error que los padres adoptivos se
sientan “salvadores” del hijo. Esta actitud, de hecho, vincularía el niño adopta
do a saldar una deuda de gratitud no que no se puede saldar nunca y a corresponder
a las expectativas de los padres por temor a un ulterior abandono (Scabini
y Cigoli, 2000).
La relación adoptiva “balanceada” permite de apreciar el placer de este don
recíproco sin perder de vista las diferentes tareas generacionales entre padres e
hijos.
5. Los Operadores de los Entes Autorizados
Por lo que concierne los entes autorizados, después de la Convención de Aja y la
institucionalización de la CAI (Comisión Adopciones Internacionales) se los ha
podido reconocer y oficializar. Algunos entes “históricos” ya existían y habían
acumulado experiencia y competencia acreditada por una sólida seriedad operativas,
otros nacieron en el momento en el cual surgió la obligatoriedad de dirigirse
a ellos para el cumplimiento de los trámites en los países que no son Italia.
El objetivo principal de la ley era el de reglamentar la adopción internacional,
evitando la “adopción hazlo tu mismo” y interrumpir el tráfico de niños. Sintetizando,
a través del compromiso de los países firmantes se hizo presente la necesidad
de escribir reglas certeras y transparentes que tutelarán los niños y sus derechos,
para evitar que la pobreza y el estado de indigencia puedan representar
motivos de adopción.
Los operadores de los entes tienen. Por ende, una tarea muy delicada de intermediación
cultural, de sensibilización respecto a las condiciones de vida de los
niños en sus países de origen, de recogida de las informaciones relativas al niño
en el periodo anterior a la adopción y de promoción de la tutela de la infancia
en los países de origen de los niños.
En este sector, sin embargo, hay todavía mucho que hacer. Como ha afirmado el
juez Luigi Fadiga (1994), que fue el primer presidente de la comisión para las
adopciones internacionales, los niños que entran en Italia, a través del Instituto
de la Adopción Internacional, provienen de países de los cuales dos tercios no
son firmantes de la Convención de Aja (Forcolin, 2000). Italia además, actualmente
es el tercer país en el mundo por número de adopciones internacionales.
Es una situación paradojal que sugiere la necesidad de un compromiso político
entre los países “adoptantes” y aquellos de origen de los niños.
Donde existe una costumbre experimentada a colaborar no hay problemas entre
los operadores de instituciones diversas (entes autorizados, equipos multidisciplinarios
territoriales, operadores de los servicios en los países de origen), pero
cuando esta cultura del trabajo en red hay que construirla, entonces puede existir
el riesgo que las parejas perciban el trabajo de los servicios como desconectados
y, a veces, replicas inútiles. Una coordinación de los proyectos y de las intervenciones
se vuelve necesaria con el fin de aclarar los ámbitos de competencia,
en apoyo del proyecto adoptivo en todas sus diferentes fases.
Los indicadores predictivos en la relación familiar
Analizar el modelo familiar adoptivo desde un punto de vista sistémicorelacional
significa por un lado observar como los diversos sistemas involucrados
en el proceso adoptivo interactúan entre sí y se influencian recíprocamente, y,
por el otro, tomar en consideración como la familia enfrenta los diferentes
eventos de su ciclo vital.
Los terapeutas familiares, de hecho:
Ponen mucha atención en los puntos de transición entre las varias fases del ciclo
vital ya que es en el cambio entre un estadio y otro, desde un nivel organizativo a
otro que puede emerger el riesgo de disfunciones y síntomas (Hajal y Rosenberg,
1991, pp. 78-85).
Analizar las fases del ciclo vital de la familia nos permite además conocer como
todos los miembros y subsistemas familiares viven y enfrentan los diversos eventos
críticos, previsibles y no previsibles, de su historia familiar. Esta “operatividad
familiar” nos pone en contacto con los estilos de funcionamiento de una familia,
con sus tiempos, las modalidades según las cuales vive fases de desorganización
y cómo reconstruye un propio equilibrio, cómo una familia utiliza sus propios
recursos y límites, internos y externos (Walsh, 1995).
En relación al modelo familiar adoptivo es importante reconocer cuáles son las
fases y los eventos parecidos al modelo familiar “biológico” y cuáles, al contrario,
las diferencias, para analizar la especificidad ya sea de los factores de riesgo
que de los de protección para el buen éxito del proceso adoptivo. Siempre más
frecuentemente la sociedad nos pone hoy en día frente a eventos no previsibles
(pérdida del trabajo, muerte de un hijo adolescente, movilidad laboral, etc.) que
requieren que la familia ponga en acto una gran flexibilidad y adaptación en un
tiempo bastante rápido. Frente a estos compromisos la familia se ha ido cada
vez más “empobreciendo” de recursos y eso hace más difíciles los compromisos
afectivos, sociales, económicos que tiene que enfrentar.
El genograma
Un instrumento que considero útil para el conocimiento de la familia es el genograma
en cuanto permite de llegar a la reconstrucción no tanto de los eventos,
de los hechos que caracterizan la historia de cada familia, pero sobretodo,
la manera según la cual “esa” familia los ha enfrentados, de manera de reconstruir
el mapa relacional de la familia (Andolfi, 1988; Bowen, 1979; Framo, 1978;
McGoldrick y Gerson, 1985). La familia es el contexto primario en el cual todos
aprendemos las materias para enfrentar la vida. A través del genograma:
Aprendemos la historia: los eventos importantes de la historia familiar, las
fechas significativas, las recurrencias para recordar o para olvidar, las batallas
ganadas y aquellas perdidas, los personajes ilustres y aquellos que la
familia ha de alguna manera marginado ya que no han rendido honor a la
estirpe familiar;
Aprendemos la geografía: los límites que existen o no existen entre los diversos
subsistemas familiares (aquellos de la pareja conyugal, parental,
aquellos con las respectivas familias de origen, etc.) si estos límites son rígidos
o flexibles, el camino más rápido para llegar a papá o mamá (si por
ejemplo para llegar donde papá hay que pasar por mamá), si hay interferencias
de los hijos en el territorio de los padres y si estas son estimuladas o
no y por quiénes;
Aprendemos el derecho: las reglas de nuestra familia, si son rígidas o flexibles,
quién es el encargado de hacerlas respetar y cuáles son las sanciones
para quienes no las respetan, en cuáles circunstancias se modifican y si el
cambio es fruto de negociaciones o de imposiciones;
Aprendemos la política de la familia: la estructura de poder, la compartición
del poder en la pareja, si es un poder recíprocamente reconocido y legitimado
o si está continuamente puesto en discusión; si se identifican las
funciones al interior de la familia: por ejemplo si los hijos tienen una función
“fertilizadora” en relación a la pareja, si desarrollan la función de
“carteros” en las dificultades de comunicación entre los padres, etc., y el
modo según el cual cada miembro de la familia participa de su organización
interna y externa;
Aprendemos de ciencia de la comunicación: quién al interior de la familia
comunica sentimientos y emociones, quién al contrario trata de evitar tales
involucramientos afectivos, quién representa el depositario de la memoria
de la familia y se preocupa de trasmitirla; quién se preocupa que ciertas
emociones, especialmente aquellas negativas o consideradas destructivas
como la agresividad, no se puedan expresar o tengan que quedar bajo un
cierto nivel de vigilancia;
Aprendemos la economía: el valor que se atribuye al dinero y qué tipo de
cosas pasan a través de él (por ejemplo la recompensa por haber respetado
ciertas reglas o una forma para algunos padres de hacerse perdonar el poco
tiempo dedicado a los hijos o el sentido de responsabilidad y de autonomía).
Estas y otras materias nos permiten reconocer:
Los mitos familiares (entendidos como personas o valores de referencia)
que pueden “embalsamar” una familia, en el sentido que todos se sienten
vinculados a respetarlos o transmitirlos (mitos rígidos) o una base sólida de
referencia para la construcción y la diferenciación de self (mitos flexibles)
(Andolfi y Angelo, 1989);
Los mandatos familiares: las expectativas, con la necesidad de deberlas respetar
(expectativas rígidas) o la posibilidad de poderlas desatender y por
ende desilusionar (expectativas flexibles), las lealtades familiares (Boszormenyi-
Nagy y Spark, 1988);
El sentido de pertenencia y de diferenciación: pertenencia entendida como
integración de partes semejantes y diferentes del self y no como posesión,
donde se reconoce sólo lo que es igual o símil; pertenencia y diferenciación
entendidos como valores dinámicos que son partes de un proceso de desarrollo
de la persona.
En síntesis el genograma es un instrumento que nos permite conocer la cultura
de referencia de una familia y la peculiaridad con la que enfrenta los eventos de
la vida (Satir, 1967; McGoldric y Gerson, 1985; Hof y Berman, 1986 y Montagano
y Pazzagli, 1989).
Pero analizando los genogramas de las familias adoptivas, especialmente aquellos
recogidos en la práctica clínica, ¿cuáles son los parámetros que hay que observar,
para resaltar, por lo menos en un plan hipotético, como factores predictivos,
de riesgo o de protección, como factores de predisposición, favorables o
desfavorables para el éxito de un proceso adoptivo? Podemos señalizar por lo
menos tres:
Los cuidados recibidos como hijos en la propia familia de origen: o sea si
nos hemos sentido cuidados, apoyados como hijos, pertenecientes pero
también estimulados a desarrollar el propio self, diferenciándose o si el
propio nacimiento y la vida sucesiva han servido a mantener los juegos disfuncionales
de esa familia. En este último caso los hijos, de alguna manera,
pierden la propia subjetividad de hijos, entendida especialmente como satisfacción
de las necesidades de cuidado y de apego, para “volverse visibles”
en el momento en el cual son funcionales a las necesidades de los
“adultos” (Selvini Palazzoli, Cirillo, Selvini y Sorrentino, 1988) por ejemplo
en aquellos casos de “cuidado invertido” en relación de un padre depresivo,
en los proceso de adultización precoz, en aquellas situaciones en las
cuales el hijo tiene que llenar los “vacíos” o realizar los sueños de un pa
dres, etc. La cualidad de nuestra vida como hijos es importante para comprender
el tipo de inversión que haremos en el momento en el cual decidiremos
de ser, nosotros también, padres (Prynn, 2001).
La tipología y la cualidad del pacto conyugal: es importante que haya una
cierta congruencia, claridad entre el pacto explícito y el pacto implícito;
que la conyugalidad goce de un buen nivel de diferenciación, de recíproco
sostén y pertenencia; que la sexualidad y la procreación sean reconocidos
como valores autónomos y distintos y que el vínculo conyugal goce del
sostén de las respectivas familias de origen. No es el identikit de la pareja
perfecta pero es importante que haya un equilibrio entre estos distintos
factores. Cada uno de nosotros en nuestra vida ha “soportado daños” pero
es indispensable que la historia que vivamos nos ayude a “reparar” los daños
soportados, de otra forma el riesgo de asumir un requerimiento de resarcimiento,
de compensación en relación a las personas con las cuales
construimos nuevos lazos (por ejemplo matrimonios “terapéuticos”, inversiones
impropias en relación a los hijos etc.) puede ser muy alto.
El tipo de cultura de pertenencia familiar de frente a los eventos de la propia
historia conectable con la muerte y la pérdida: nuestra cultura de pertenencia
influencia nuestro estilo familiar respecto a los eventos dolorosos
de la vida. Por ende es importante conocer si esta cultura familiar frente a
los eventos dolorosos de la vida nos pertenece a tal punto da condicionarnos
o si hemos logrado recuperar una dimensión más autónoma.
Ciclo vital de la familia adoptiva.
A) La espera de un hijo
La fase en la cual la pareja proyecta un hijo es la fase del ciclo vital que no presenta
diferencias con la “familia biológica”. Todas las parejas (o casi), después
de un cierto periodo de tiempo de convivencia o de matrimonio, deciden tener
un hijo. Es una fase del ciclo vital en la cual se construye el “espacio físico y
mental” para el tercero: un pasaje desde la díada a la triada. Un hijo representa
la oportunidad de probar el sentido de pertenencia a la estirpe y de establecer
“qué cosa” de las familias de origen se continuará (Cigoli y Galbusera Colombo,
1980). Además el nacimiento de un hijo “obliga a la familia a un cambio en la
organización familiar, creando una re conexión entre presente, pasado y futuro
(...) poniendo el hijo en el punto de intersección entre dos historias familiares”
(Binda, 1997, p. 180).
En términos generales, en relación a esta importante decisión, podemos identificar
cuatro tipologías de pareja:
1) La pareja planificadora: sobre la base de las nuevas exigencias de la pareja
de hoy, un hijo se inserta en un proyecto y en un tiempo de la familia. La
necesidad de encontrar una estabilidad laboral para ambos cónyuges, volverse
independientes de las propias familias de origen, tener una casa, encontrar
un equilibrio psicoafectivo y relacional en la pareja, son exigencias
de base que inducen muchas parejas a planificar el nacimiento del un hijo
en un tiempo determinado. Un tiempo en el que se supone existirá una mayor
disponibilidad de cuidados de las necesidades de un hijo. Una sexualidad
ya no finalizada a la procreación y una cultura de planificación familiar
han contribuido a pensar al hijo ya no más como fruto de una casualidad,
sino como una elección consciente y responsable de la pareja.
2) La pareja libre de vínculo: es el tipo de pareja que, liberada de amarras internas
y externas se basa en el principio “¿El hijo?, “Cuando llegue, lo recibiremos”.
3) La pareja que proyecta el nacimiento del hijo con una función de salvación:
en estos casos el hijo aún antes de nacer está investido de una misión que
tiene que cumplir. El hijo sirve para satisfacer las expectativas de pareja, o
de uno de los cónyuges, para colmar vacíos, para cumplir con una función
en los juegos familiares o intergeneracionales (Andolfi, 2003; Di Blasio,
1981; Haley 1970; 1976 y Minuchin, 1980). El hijo que irá a nacer es el resultado
más de una necesidad que de un deseo de la pareja.
4) La pareja ambivalente en relación del deseo de tener un hijo. El índice bajísimo
de natalidad hoy existente en Italia tiene que inducirnos a reflexionar
respecto a cuál es el lugar que ocupa en nuestra sociedad el valor del naci
miento de un hijo y, más en general, si existe una política de apoyo para la
familia. Frecuentemente el hijo no se considera un valor sino un obstáculo a
la realización personal en el aspecto profesional o como un límite a la realización
de proyectos individuales o de pareja. Esta actitud puede determinar
una especie de ambivalencia de la pareja ya que en el hijo se proyectan una
serie de aspiraciones en conflicto entre sí. El tiempo social en el que vivimos,
el laboral en específico, no permite pausas o interrupciones, por lo que un
embarazo puede representar, especialmente para la mujer, un congelamiento
o la obligación de aplazar ciertos proyectos, con consecuencias penalizadoras.
La actitud de ambivalencia puede ser alimentada por el convencimiento que para
el cuidado de un hijo se requieran, por parte de los padres, capacidades y dotes
especiales que se considera no poseer o también por una visión negativa y
pesimista de las perspectivas de la sociedad.
Esta fase del ciclo vital pone de todas maneras los diversos subsistemas (miembros
individuales, pareja y miembros de la familia ampliada) “en espera”. Esto
determina una revitalización, un interés familiar alrededor de la pareja y alimenta
esperanzas, sueños y expectativas según el futuro rol que cada uno irá a
jugar con el nacimiento del hijo. “El sistema familiar es llamado a poner en
campo recursos y potencialidades para hacer frente a nuevas tareas evolutivas”
implicadas en el nuevo mandato parental (Scabini, 1994, p.108).
B) La esterilidad biológica
El tiempo que pasa entre el surgir de las primeras dificultades en tener un hijo
hasta el diagnóstico definitivo de esterilidad biológica, es un tiempo que la pareja
vive con angustia, muchas veces en soledad, con vergüenza y miedo. La imposibilidad
de realizar un proyecto que concierne la perpetuación de la especie
y que involucra el árbol genealógico en su totalidad, es una amenaza que evoca
profundos sentimientos de culpa y de sentirse inadecuado respecto a las expectativas
intergeneracionales.
Esta es una fase del ciclo vital que diferencia la pareja que decidirá adoptar un
hijo de la pareja que tendrá hijos naturales. La esterilidad biológica puede ser
considerada un evento paranormativo en el ciclo vital familiar, que requiere una
reorganización especial de los aspectos relacionales ya sea adentro de la familia,
que respecto todo el sistema de la familia trigeneracional, por la peculiaridad de
las tareas emocionales que el sistema tiene que enfrentar. La manera según la
cual se enfrentará este evento tan difícil ya sea por parte de cada integrante de
la pareja, de la pareja misma y de las respectivas familias de origen, será determinante
para el surgimiento de las motivaciones “correctas” para adoptar un
hijo y ser capaz de “cuidarlo” (Winnicott, 1965).
Frente a la amenaza, representada por la esterilidad biológica, de no ver realizado
el proyecto de tener un hijo, muchas veces prevalece la necesidad de
“hacer” inmediatamente algo. Frecuentemente uno se dirige a los centros de
cura de la esterilidad para “resolver el problema”. Esta actitud, claramente respetable,
no siempre ofrece un contexto de reflexión respecto a las dificultades
que está viviendo la pareja. Muchas veces estos centros representan un lugar en
donde ganarle, con ayuda de la técnica, al límite natural con el cual se ha tropezado
la pareja. Sólo recientemente algunos centros están insertando, entre las
varias figuras profesionales, también la del psicólogo, que ofrece un espacio de
elaboración y de sostén de la pareja. En caso de fracaso terapéutico la pareja
siente haber sido derrotada no sólo por la naturaleza sino también por la técnica
y eso determina una serie de reacciones negativas muy complejas. Confrontarse
con el problema de la esterilidad biológica significa:
Enfrentarse con algo imprevisible que se considera ajeno. Es nuestro cuerpo, el
primer elemento de nuestra identidad, que de ser el amigo con el cual convivimos
y del cual cuidamos cotidianamente, nos traiciona. Las consecuencias de este estado
son desilusión, rabia, baja autoestima, acompañados de vergüenza y sentimientos
de culpa (D’Andrea, 1999, p. 475).
A nivel individual, los miembros de la pareja experimentan diversas emociones.
El hombre muchas veces identifica la propia dificultad de procrear con el sentirse
inadecuado sexualmente. Las condicionantes sociales que rodean el problema
de la esterilidad masculina frecuentemente inducen el hombre a no hablar de
esta dificultad y a buscar rescatarse inmediatamente ya sea en el plano físico,
social y laboral.
La esterilidad biológica representa para la mujer una herida a la propia identidad
femenina, que provoca muchas veces fuertes reacciones depresivas, baja de
autoestima y una sensación de vacío y de ser inadecuada. Si no existe una buena
relación con la propia madre, el evento de la esterilidad reactiva una confrontación
negativa y crítica.
A nivel de pareja el evento esterilidad puede ser amenazante para el pacto conyugal
“minando su cohesión” (Vegetti Finzi, 1992) y los miembros se pueden
sentir engañados por el “responsable”. La elecciones anteriores concernientes la
vida sexual de la pareja (o eventuales abortos) pueden ser vividas con sentimientos
de culpa o estigmatizadas como actos egoístas. Si, al contrario, la pareja goza
de un buen sostén recíproco, este clima puede reforzar el espíritu común para
enfrentar las dificultades futuras.
A nivel intergeneracional, en esta fase, las familias de origen desarrollan una
función importante. Ellas pueden acompañar y respaldar la pareja o, si el matrimonio
o el vínculo no ha sido “bendecido” y aprobado, hacer reflotar viejos
conflictos desencadenando “la caza al culpable”, especialmente por parte “de
quien se siente dañado” (Binda, Greco y Colombo, 1989). Una actitud constructiva
es indispensable para las elecciones futuras.
A nivel social, la pareja puede encontrar en sus contextos de amistad y profesional,
reacciones de compasión, de silencio, de curiosidad o de juicio.
Es importante, a esta altura, hacer dos consideraciones. La primera concierne las
consecuencias que el evento de la esterilidad biológica provoca en la pareja, que
anteriormente fueron descritas como planificadoras, ambivalentes, liberas de
vínculos y “necesitadas” de un hijo. La segunda tiene que ver con las culturas
familiares de pertenencia de los cónyuges frente a eventos dolorosos como
pérdidas y muertes y como eso condiciona su vida.
Por lo que concierne la primera consideración es necesaria antes que todo decir
que la reacción más negativa frecuentemente se encuentra en esas parejas que
habían proyectado el nacimiento del hijo viéndolo como una “solución para los
propios problemas.” Estas parejas ven como desaparece la posibilidad concreta
de que aquel hijo esperado pueda desarrollar una función para la que había sido
proyectado y por lo tanto necesitan un mayor apoyo frente a la eventualidad
de una elección adoptiva. Esta muchas veces, lamentablemente, se configura
más como la última posibilidad que como una verdadera elección ya que nace
de necesidades egoístas y personales.
Las parejas planificadoras, o sea aquellas que deciden tener un hijo en un determinado
periodo de su ciclo vital, cuando finalmente se dan cuenta que no
pueden tenerlo, pueden evaluar negativamente algunas elecciones del pasado
que impidieron un embarazo. Por ejemplo existen parejas que pueden criticar su
propia elección de contracepción, releyéndola como fruto de una actitud egoísta.
Otras parejas pueden sentir fuertes sentimientos de culpa si su conciencia,
rigurosamente moralista, censura una sexualidad no abierta a la procreación o
si, peor aún, en su pasado han realizado elecciones abortivas.
Por lo que concierne la segunda consideración, las parejas podrán reaccionar a
la experiencia de la esterilidad con las modalidades aprendidas en las familias de
origen. Si por ejemplo en estas últimas ha prevalecido una cultura de negación
o evitación del dolor, entonces será más probable que en la pareja, implícitamente,
se adhiera a la regla según la cual acerca de un cierto evento, especialmente
doloroso para uno o más miembros de la familia (por ejemplo un duelo),
no hay que hablar. Este evento representa un tabú y viene silenciado o de forma
total (no se habla de eso nunca) o de manera selectiva (no se habla al respecto
en presencia de una persona específica).
La rigidez o flexibilidad de estos sistemas familiares está determinada por el
contexto que se ha creado para protegerse del sufrimiento y por el tipo de sanciones
conexas con la infracción de la regla. El evento doloroso se vuelve el “organizador”
del funcionamiento familiar, bloqueando los procesos evolutivos. Un
hecho especialmente doloroso vivido al interior de estas familias (por ejemplo la
muerte de un hijo inmediatamente después del nacimiento) aprisiona todos los
miembros de la misma, que quedan comprometidos en desarrollar funciones
protectoras o de cuidado en relación a la persona que haya resultado más afectada
(por ejemplo otro hijo que tenga que desarrollar una función “antidepresiva”
hacia la madre que ha perdido su niño).
En el lado opuesto están las familias en las cuales, según las historias relatadas,
los eventos dolorosos se utilizan como recursos. Los grupos se reorganizan para
elaborar la situación difícil volviendo a abrir perspectivas vitales y no buscando
“reparaciones impropias” o resarcimientos en los planos generacionales inferiores
(hijos). De hecho la “aceptación de la propia incapacidad de engendrar implica
una redefinición de la propia identidad personal, de la relación de pareja,
de la capacidad de generar proyectos conyugales y de la relación con las familias
extendidas” (Matthews y Matthews, 1986, pp. 641-649).
Esta es la perspectiva ideal para una elección adoptiva, ya que la pareja, alimentándose
de un humus cultural interno a la propia historia, puede superar los
eventos dolorosos y negativos sin buscar, a través de la adopción, reparación a
las propias heridas. La elaboración del duelo de la esterilidad a nivel individual,
de pareja e intergeneracional es, entonces, un supuesto indispensable para una
elección adoptiva consciente y responsable.
C) El encuentro con los operadores
Cuando la pareja va donde los operadores socio-sanitarios o en tribunal para
expresar su disponibilidad para adoptar un hijo hace publica su elección. Esta es
otra diferencia sustancial respecto a los “padres biológicos” que no tienen necesidad
de comunicar nada a nadie, menos asistir a entrevistas o confrontación
con expertos para evaluar la propia capacidad de ser padres. Razonar alrededor
de este tema no es superficial ni banal. La primera tarea de los operadores que
se ocupan de adopción es de hecho la de informar y motivar la pareja que realiza
la petición de adopción con respecto a los trámites correspondientes. Este
clima de acogida de la pareja es el supuesto indispensable para construir un
contexto de colaboración. Además la pareja tiene que sentir que el trabajo de
los operadores tiene como objetivo primario encontrarse justamente con ellos, y
no con una pareja ideal o con un modelo de pareja. El operador podría de
hecho perseguir perfiles ideales de pareja, sobre la base de los propios modelos
internos, para resarcir el daño del niño que tiene que ser adoptado. La pareja
que adopta, además, tiene que sentir que los operadores encontrados no tienen
la tarea de juzgarlos sino que de ayudarlos a evaluar juntos las reales motivaciones
a la base de tal elección sea esa fruto de un deseo o una necesidad, si se
trata de una decisión compartida, si existen recursos cognitivos y afectivos necesarios
para cuidar de un hijo que ha recibido un daño. En efecto la adopción,
aunque se connote como un “dono recíproco” (Scabini, Cigoli, 2000, p. 233), en
el sentido que una pareja de cónyuges se vuelve padre y madre con la llegada
del niño y este último readquiere una familia, tiene principalmente la tarea de
reparar el daño que el niño ha soportado y devolverle la dignidad de hijo.
La elección adoptiva, que tiene que aprovechar del sostén y del consentimiento
del sistema familiar completo (la adopción no es un hecho privado de la pareja),
tiene que ser fruto del deseo de la pareja de probarse en la acción “creativa” de
volver padres (Bosi y Guidi, 1992; Bramanti y Rosnati, 1998; Dell’Antonio, 1986 y
Morrall Colajanni y Castelfranchi, 1992). Esto puede suceder si habrán sido ayudados
a buscar adentro de ellos mismos, como individuos y como pareja, aquellos
recursos humanos, afectivos, sociales y relacionales que no lo inducirá a ver
en el hijo la solución de sus problemas. Esta inversión en ellos mismos permitirá
el nacimiento de fantasías y expectativas realistas hacia el hijo real que llegará y
hará “morir” definitivamente el hijo biológico que no han podido tener, evitando
ya sea los procesos de idealización que confrontaciones dañinas con el
hijo que adoptarán.
La confrontación con el hijo real es un tema muy delicado a la luz de los recientes
cambios en el campo de la adopción en Italia. Se están adoptando cada vez
más niños más grandecitos y con experiencias preadoptivas difíciles. Es por ende
necesario que las parejas adoptantes sean ayudadas antes de la adopción a realizar
una elección que implica una gran adaptabilidad y flexibilidad y sostenidas
en el tiempo post adoptivo en enfrentar eventuales dificultades. De hecho lo
que lamentan muchos padres adoptivos es haber sido dejados solos después de
la llegada del niño.
La delicada función de los operadores en el tiempo post adoptivo es aquella de
encontrar un equilibrio entre estar y no estar demasiado. El no estar puede ser
motivado por el deseo de respetar los tiempos de la nueva familia, por el sentirse
intrusos, por no tener una delega institucional clara. A su vez la excesiva presencia,
puede ser motivada por una necesidad de control, de responsabilidad,
por la conciencia de las dificultades que implica adoptar un hijo.
Es importante encontrar un equilibrio en el estar al lado de la familia con discreción.
Los padres adoptivos tienen que ser ayudados a no perseguir la imagen de
padres perfectos, a no ser condicionados por los daños reales e imaginarios del
niño (ha tenido tan malas experiencias, ahora tiene que recuperar todo y no
tiene que faltarle nada), a no entrar en un mecanismo maniático hacia el hijo y,
especialmente, a vivir sin dramas los errores que todos los padres cometen.
D) La fase adolescente
En el ciclo de vida de la familia adoptiva la fase de la adolescencia representa
seguramente el evento critico de mayor compromiso ya sea para los padres que
para los hijos.
Durante esta fase, de hecho, se reactualizan para el hijo adoptado una serie de
temáticas conectadas a la construcción de la identidad, con la necesidad de dar
un significado a la propia historia, con la redefinición del sentido de pertenencia
a la familia adoptiva y al desarrollo de la propia autonomía, con la necesidad de
integrar sus diversas pertenencias, redimensionando las eventuales valencias
amenazantes o destructivas y la búsqueda de un equilibrio entre las lealtades
familiares en el normal proceso de diferenciación.
En la misma medida los padres adoptivos tienen que redefinir el sentido de pertenencia
familiar sin obstaculizar la desvinculación del hijo. La pareja de padres
tiene que encontrar estrategias de sostén a la eventual búsqueda de sus orígenes
por parte del hijo, interpretando esta necesidad como un intento de elabo
ración de su vivencia de abandono por parte de su familia de nacimiento y no
viviendo esta búsqueda como un ataque a su legitimidad parental, ni menos
como un fracaso en su relación de apego. El contexto familiar, en la fase de adolescencia,
tiene que aprender a contener los desafíos provocativos y agresivos
del hijo, como también todas las manifestaciones emocionales negativas correlacionadas
con la búsqueda de una nueva identidad. Muchas veces el adolescente
no busca soluciones sino una presencia atenta y significativa: esto puede dar
la idea que los padres sean impotentes (y quizás a veces lo son), pero el estar al
lado de un hijo atormentado por sus dudas, por sus miedos e inseguridades, resulta
más difícil que actuar. La búsqueda de autonomía y de la desvinculación
recíproca se realiza también y sobre todo a través de liberar el hijo de los “juegos
disfuncionales” de la familia, no connotando este cambio como un acto de
deslealtad sino como una evolución flexible del sistema familiar.
Los miembros de la familia adoptiva en esta, como en otras fases del ciclo vital,
vivirán un periodo de desestabilización pero, a través de la movilización de los
recursos internos e intergeneracionales, la práctica de la negociación y el asunción
de actitudes flexibles, podrán ver la adolescencia como un pasaje evolutivo
significativo hacia un cambio que llevará el hijo hacia la edad adulta y los padres
en el rol de “acompañantes” en las elecciones del hijo y en el descubrimiento de
una nueva forma de conyugalidad.
Los cambios somáticos y sexuales idealmente hacen que el hijo adoptado tenga
que referirse a una confrontación con figuras físicamente ausentes pero presentes
en sus semblanzas físicas. Esta confrontación reactualiza un cierto grado de
sufrimiento que el adolescente adoptado vive con un nivel de conciencia, capacidad
cognitiva y participación emotiva diversas respecto al momento en el cual
las experiencias traumáticas del abandono se han producido. No son infrecuentes
en esta fase sensaciones de extrañeza, especialmente para aquellos que han
sido adoptado en un país diferentes de Italia, ya sea por las diversas facciones
somáticas, que por el color de la piel. Esta sensación puede estar relacionada
con el ser asimilados a personas, grupos étnicos presentes en el País y que viven
en una condición de marginalidad social. El sufrimiento puede ser tolerable si
existe un contexto afectivo capaz de contener estas angustias, de otra forma
pueden ser utilizados mecanismos de defensa de negación del sufrimiento o de
agresividad: a veces pareciera que estos muchachos estuvieran en guerra con el
mundo entero. En las consultas clínicas que se verifican en este periodo (y son
muy frecuentes ya sea las individuales que la familiares) vuelven vivencias negativas
relativas al sí mismo. Estos adolescentes relatan de sentirse “hijos equivocados”,
que no hubieran tenido que nacer, que no son dignos del amor y de los
cuidados del los padres adoptivos o también se preguntan qué tendrían para
que los padres de nacimiento no se quedarán con ellos. Expresan fuertes sentimientos
de culpa para el abandono vivido. Estas angustias seguramente son
comparables con aquellas de sus coetáneos que no han vivido la experiencia de
la adopción, pero que llaman la atención por la intensidad y la lucidez con la
que son expresadas.
Vuelven preguntas que en pasado no han encontrado respuesta: “¿Por qué he
sido abandonado?”, “¿Quiénes son y dónde están aquellos que me han hecho
nacer?”, “¿Por qué me encuentro acá en Italia?” (para aquellos que han sido
adoptado en el exterior). Es desde estas preguntas, que frecuentemente no son
dirigidas a los padres adoptivos, con la motivación recurrente que “quedarían
mal”, que pueden partir una serie de pasos hacia la búsqueda de sus propios
orígenes. Muchas veces lo que hace difícil este proceso, en sentido evolutivo, es
la profunda soledad con la que se vive este tormento. En efecto cada eventual
pasaje explicito (hablar con alguien) puede ser leído como una traición a las lealtades
familiares.
La búsqueda de los orígenes es otro evento crítico paranormativo que caracteriza
la familia adoptiva. A veces se enfrenta a través de un viaje en el país de nacimiento
del hijo adoptado pero, en realidad, la búsqueda de los orígenes es un
viaje interior, que tiene como objetivo el integrar en una sola unidad la historia
completa de ese hijo, incluyendo las experiencias dolorosas anteriores a la adopción,
de manera de poderla “contener” en su globalidad sin peligrosas escisiones.
Esta experiencia, obviamente, no concierne sólo el hijo adoptado, sino la
familia adoptiva completa, que ha hecho propia la historia y los orígenes de ese
hijo.
En esta fase reflotan sentimientos de rabia hacia los padres de nacimiento considerados
culpables por el abandono vivido. El tema de la culpa en la adopción
es recurrente. Si antes el hijo adoptado atribuya a sí mismo los sentimientos de
culpa, en este caso la culpa se les carga a los padres biológicos, en especial a la
madre. Si la relación con los padres adoptivos es muy conflictiva, el hijo atribuye
a ellos la culpa, considerándolos incapaces de amarlo y comprenderlo. Cuando
esta mezcla de sentimientos y emociones negativas no encuentra ninguna contención
o forma de elaboración puede desembocar en comportamientos ambivalentes
conectados con la confianza/desconfianza. El joven se encuentra en una
dinámica conflictual interna que lo lleva a pensar: “me gustaría entregarme pero
es mejor no confiar”, como un perro vago que no sabiendo si la mano que se
acerca a su cabeza quiere acariciarlo o pegarle, y entonces se escapa. Otras veces
la confusión y la rabia pueden desembocar en manifestaciones de desafíos
abiertos hacia los padres.
El ataque a la relación puede ser la reedición de desafíos anteriores y puede poseer
un carácter evolutivo cuando permite verificar las capacidades de contención
afectiva de los padres. Al contrario es involutivo cuando el hijo, dándose
cuenta de no haber sido acogido, a través de “acting out” violentos y provocativos
tiende, paradojalmente, a generar que los padres lo “devuelvan”. En estos
casos, tan desfavorables, nos encontramos frente a un problema de identidad y
de relación que tiene raíces o en un trastorno de la relación de apego provocado
por la experiencia de abandono, por las historias traumáticas anteriores a la
adopción o por la incapacidad de la pareja adoptante de construir una relación
afectiva significativa.
Cuando al contrario la relación adoptiva se ha mostrado abierta a las preguntas
y a la curiosidad, no ha expresado mensajes ambivalentes acerca de la aceptación
del hijo real, ha sabido contener los sentimientos negativos del niño (no
cohibiéndolos) sin “entrampar” ese hijo en un juego familiar con una función
rígida o de salvador y sin invertir en él expectativas excesivas, entonces existen
buenas posibilidades que la travesía en el mar borrascoso de la adolescencia
pueda ser llevado a cabo sobre bases sólidas sin el riesgo de naufragar.
En la fase adolescente la familia adoptiva se encuentra frente a la necesidad de
encontrar un nuevo equilibrio con respecto al tema de la pertenencia, entendida
como la aceptación de las partes diversas, diferenciadas del hijo. Si en la fase
anterior, en la niñez, podía existir un recíproco placer en tratar de satisfacer el
otro para consolidar el lazo afectivo, la adolescencia, con el empuje hacia la autonomía
del hijo, obliga de alguna manera la familia a confrontarse con la posibilidad
de poder desilusionarse. Las elecciones que se realizan en este periodo
(selección del colegio, de amigos, abandono de actividades, infracción a reglas
familiares, etc.) por un lado ponen a prueba la flexibilidad/rigidez del sistema
familiar, por el otro sirven para verificar la tolerabilidad y aceptación de las
recíprocas diferencias, permitiendo al hijo adoptado darse cuenta si elecciones y
comportamientos diferentes respecto a las expectativas de los padres inciden
negativamente en la relación afectiva. En esta fase la posibilidad de infringir reglas,
desilusionar expectativas es parte de un normal proceso evolutivo de la
familia. Diversamente el vínculo afectivo entre padres e hijo podría estar regulado
por el principio de la posesión y la asimilación según el cual podrían existir
mensajes implícitos del tipo “serás amado en la medida en que corresponde a
nuestras expectativas” o “lo que tú haces nos sirve para llenar nuestros vacíos”.
Con estos supuestos el hijo adoptivo se encuentra en un conflicto insostenible:
eventuales elecciones “contracorrientes” podrían tener como consecuencia
aquel temido “abandono afectivo” ya experimentado.
El proceso de desvinculación recíproca es posible si el “otro” (hijo o padre) y sus
elecciones no sirven para el reconocimiento del propio rol. En el fondo si el hijo
puede tolerar la desaprobación de un padre respecto a una de sus elecciones,
porque no está en discusión su pertenencia como hijo a esa familia, el proceso
de diferenciación puede seguir adelante. De la misma forma si un hijo sabe que
sus elecciones no sirven para confirmar la legitimidad del rol de sus padres, no
se sentirá desleal o un traidor si cogerá libremente las oportunidades que la vida
les ofrece para poder realizarse.
Por lo que concierne los padres adoptivos, en ausencia de un vínculo biológico,
el tema de la legitimización es un aspecto fundamental, que encuentra una especie
de nueva prueba en el periodo adolescente. Si por ejemplo un padre deja
que su identidad de padre dependa da los éxitos del hijo, ya que estos representan
una instancia de prueba de sus capacidades educativas, será muy sensible a
un eventual fracaso escolar del hijo ya que este sería vivido como un fracaso
propio.
Obviamente una pertenencia que necesita de continuas pruebas y verificaciones
si configuraría como una relación de recíproca dependencia, en la que puede
prevalecer una modalidad fusional y en la que se vuelve difícil estimular una
desvinculación recíproca.
Una peculiaridad del modelo familiar adoptivo es la confrontación con la familia
de origen del hijo que, en la fase adolescente se reactiva de manera especial. Se
dan dos tipos de confrontación, que corresponden a la cultura de referencia que
cada familia adoptiva posee hacia el origen diverso del hijo: confrontación por
contraposición (énfasis o negación de la diversidad) y confrontación por integración
(Moorman, 1977; Carini y Guidi, 1995; Franklin, 1998; Berge, 2002 y
Homes, 2007).
El primero se caracteriza por el alimentar una contraposición entre la familia
adoptiva, considerada buena y receptiva y la de origen del hijo, considerada mala
y rechazarte. Obviamente la manera según la cual se expresa esta descalificación
hacia el origen del hijo aparece mayoritariamente de forma implícita y no
verbal. Esta actitud parte desde el principio de enfatizar el origen diferente del
niño para atribuirle todo lo “negativo” que manifieste el hijo adoptado. Una
cultura que no legitima el hijo, que puede ser reconocido sólo si no desilusiona y
se “porta bien”. Paradojalmente este parcial reconocimiento del hijo (aunque
sería mejor hablar de esta adopción parcial del hijo) puede llevar este último
hasta a idealizar la propia familia de origen (Brodzinski, 1990).
Una actitud familiar opuesta, pero que se coloca al interior de la confrontación
por contraposición, es aquella de la negación del origen diferente del hijo.
Prácticamente la familia de nacimiento del hijo no existe y, entonces, es como si
ese hijo hubiera nacido de esos padres que lo adoptaron. La matriz de esta actitud
se encuentra en una cultura familiar que practica el “hacer trampa” como
modalidad relacional y busca la legitimización a través de la “apropiación” del
hijo.
Esta actitud la encontramos ya sea en familia en las cuales el embrollo representa
una explicitación de un juego relacional disfuncional del sistema (Selvini,
1988), que en aquellas en las cuales la tendencia a la apropiación, a la posesión
del hijo es la expresión de una necesidad de la pareja. Necesidad muchas veces
correlata con el deseo implícito que el hijo tenga que colmar vacíos de la pareja
o para realizar sus proyectos. En ambos casos este hijo no nace con su subjetividad:
su llegada es funcional a las necesidades de los adultos y la adopción en
vez de ser una experiencia de reparación corre el riesgo de transformarse en un
daño ulterior para el niño.
En general a la base de estas dos actitudes de contraposición (énfasis o negación
del diverso origen) encontramos una elección adoptiva motivada más por la necesidad
que por el deseo del hijo.
El tema de la adolescencia adoptiva se ha vuelto aún más importante en los
últimos tiempos ya que se adoptan con mayor frecuencia niños más grandecitos
o en el umbral de la preadolescencia. Esto lleva a una mayor complejidad de la
relación adoptiva, respecto a la cual nos sentimos poco preparados ya sea como
padres que como operadores.
No es casual que en los últimos años se dé una creciente importancia a iniciativas
tendientes al sostén de las familias en el periodo post adoptivo para evitar
que se insinúe una sensación de inadecuación educativa respecto de las normales
dificultades que la adopción del hijo implica.
Las dificultades presentes en la construcción de un lazo afectivo puede llevar
muchas veces a vivencias de fracaso o de sentirse poco adecuado, cuando al contrario
sería necesario que las familias estén adecuadamente suportadas y los
operadores adquieran aquellos conocimientos, relativos al niño y a su historia
preadoptiva, que permitan su mejor inserción.
Conclusiones
La adopción constituye una experiencia peculiar para volverse familia, en cuanto
requiere un contexto para compartir, para radicarse, para construir una pertenencia
recíproca en ausencia de un lazo biológico. No existe un recorrido único
y seguro que pueda garantizar el éxito de tal ensamblaje relacional y afectivo,
que transforma un hombre y una mujer por un lado y un menor por el otro,
desde ser unos desconocidos a ser una familia.
Sería un craso error no subrayar la especificidad del ciclo vital de la familia
adoptiva, reconociendo los eventos críticos que tiene que enfrentar. Con la disponibilidad
para adoptar un hijo, una pareja se abre al riesgo y para poderlo
enfrentar tiene que ser ayudada a evaluar ya sea sus propios recursos que los
límites, de tal manera que aquella elección sea lo más posible consciente y responsable.
Es importante subrayar que tales recursos tienen que ser activados en
todo el sistema familiar extendido: de hecho en acoger o rechazar, más o menos
explícitamente, un hijo, nunca es sólo la pareja conyugal sino que una familia
completa. El éxito de la adopción depende, por ende, también del trabajo de
red que los operadores han sido capaces de construir, conscientes que es un proceso
complejo que requiere el aporte profesional y afectivo de todos los sistemas
involucrados.